Llevo más de 50 navidades disfrutadas, unas más que otras, pero todas con la alegría que proporciona la fecha. La mayoría de ellas en Monterrey, siempre con la compañía de seres queridos, primero mis padres, luego amigos y ahora mi esposa.
El festejo inicia en la nochebuena que corresponde al 24 de diciembre y concluye prácticamente al terminar el 25 luego de degustar el recalentado.
Como regio, hijo de nuevoleoneses, padre allendense y madre regia, crecí en la tradición de que esta fecha se pasa en familia, reflexionando sobre los logros del año, las bendiciones alcanzadas y los problemas superados, la fecha obliga al recogimiento espiritual.
Mis primeras siete navidades -con sus nochebuenas, por supuesto- las pasé en el hogar familiar en un departamento del edificio 11 de los Condominios Constitución. Inolvidables historias de esa primera infancia. Bajar -vivía en segundo piso- al cuadro, como llamábamos a la plazuela formada al cobijo de los edificios 3, 6, 12 y 13 era natural hasta empezada la nochebuena.
La diversión, nada diferente a otros menores de esa época a principios de los años 70´s, consistía en jugar futbol, escondidas, bote pateado y pericocha; pero la navidad era temporada especial porque llegaba la venta de fuegos artificiales. Sin distingo de edades podías adquirir cohetes de 5,10 o 15 centavos, palomas de diversos precios -el precio establecía el potencial explosivo-, chifladores o voladores, nunca tuve el valor de adquirir las palomas de 5 pesos, bueno tenía menos de 7 años.
Se manejaban los cerillos como utensilio cotidiano, eran mejores que los encendedores para encender los cohetes, además del precio, porque al agotarse los fósforos, podías con la lija de la caja de cerillos, tallar la mecha de los fuegos artificiales y prenderlos directamente, esto aportaba un ingrediente de emoción extra.
Recuerdo que los cohetes de 5 y de 10, se vendían por pieza o en fajillas de hasta 20 unidades -tal vez más-.
No bastaba tronar los cohetes para alcanzar la diversión, nos poníamos creativos, innovadores, dirían hoy los expertos en desarrollo organizacional.
Una lata vieja era magnífico apoyo para hacer tronar con mayor explosividad los juguetes elaborados con pólvora y periódico viejo, hacer caminos de pólvora con cohetes quebrados para que encendieran palomas o serie de palomas era parte del ingenio.
La competencia incluía evaluar cuál lata saltaba más alto en la explosión, cuál tronido era más estruendoso y cuál diseño para explosiones en serie era más sofisticado.
Había quienes los tronaban en la mano, era una prueba de infantil virilidad, audaz e inapropiada, pero así jugábamos en los tiempos de la Navidad allá por los años 70´s del siglo XX.
Los chifladores y voladores eran más caros, así que se consumían en menor cantidad, pero entre el atractivo, se incluía encenderlos y aventarlos para ver si se elevaban más allá del promedio, vaya, infinidad de juegos, sin dejar de lado, enterrarlos o arrojarlos a algún gato callejero del vecindario -la protección a animales era algo poco sensibilizado en aquel entonces-.
A la hora de la cena navideña el menú incluía el tradicional pavo al horno con relleno de carne semidulce, algún tipo de espagueti, puré de papa, pan de cuernitos u otro del tipo para la ocasión, por supuesto que el postre de dulce de manzana con crema no podía faltar.
Todos podíamos esa noche brindar con un poco de sidra de manzana, aunque ahora que reflexiono, el de los menores siempre se servía por separado y tenía sabor al tradicional refresco de manzana, ¿Será porque éramos inocentemente engañados con eso de la sidra?
La cena terminaba a la medianoche con abrazos, brindis, palabras de amor y el alboroto para ir a casa de algún tío a donde se había acordado la reunión ampliada de la familia.
Esa era otra fiesta, empezaba la diversión con los primos grandes, escuchando anécdotas poco apropiadas para la edad pero interesantes para el inquieto niño que era.
A seguir tronando cohetes, esa noche había un presupuesto extra para que nos abasteciéramos de la mayor cantidad posible de pólvora. Las calles parecían basureros, la fiesta acababa acercando el amanecer. El regreso a casa no podía ser dormidos, Santa tenía el buen hábito de llegar a mi árbol navideño entre la madrugada, cuando estábamos de visita, nunca pude espiarlo pues su rutina al entrar por la ventana la hacía cuando el hogar estaba solo. ¡Oh, inocencia!
El árbol navideño siempre natural, costumbre que conservo en el hogar que formo junto a mi esposa. Adornarlo era un evento que nos convocaba a los menores junto a mi madre y ocasionalmente mi padre.
Vestir el pino no se reducía a dejarlo lucidor, incluía la posibilidad de disparar aquellas viejas pistolas de dardos a las esferas, pero no a todas, las de cristal transparente, las elegantes, esas estaban vetadas, pobre y se desviara la puntería, el contraataque de una chancla o manotazo era inevitable. Los disparos de aquellos dardos duros con punta redonda de un plástico que al humedecerlo se adhería a las paredes duraban toda la temporada.
Siempre había 6 u 8 esferas rojas, azules o verdes a tiro de dardo, siempre el mismo fin, recogiendo trozos de esfera luego de probar la destreza y puntería.
Debo reconocer que Santa siempre fue mala onda, nunca me trajo los juguetes que se exhibían con el tío Gamboín, hoy sé que el trineo llegaba a los sindicatos de donde entregaban a Santa los juguetes correspondientes a la edad y sexo del menor.
Nunca interesó cuál juguete traía Santa, pues al término de la navidad, el futbol en el cuadro y quemar creativamente cohetes hacía que no importara el juguete sino el juego, vaya, no afectaba ni el frío que en más de una navidad, caló, pero a los 6 o 7 años, corriendo y huyendo de una explosión de pólvora ¿Quién tiene frío?