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Linchamientos

Cuando una comunidad toma la justicia por su propia cuenta, estamos en el umbral de un Estado fallido, en la derrota de la civilización frente al primitivismo social.

Cuando una comunidad toma la justicia por su propia cuenta, estamos en el umbral de un Estado fallido, en la derrota de la civilización frente al primitivismo social. Un linchamiento implica la derrota del Estado de Derecho frente la comuna enardecida.

En Puebla, una comunidad linchó a cinco presuntos secuestradores, la información señala que raptaron a una persona y la comunidad los aprende, luego hace justicia por sus propias manos.

No hay culpables ante los crímenes; la masa aprovecha el anonimato que produce el tumulto enardecido. 

Casos como éste recuerdan el homicidio de Julio César. ¿Quién mató al Emperador?, la respuesta es: el senado. Según la historia conocida, todos los presentes le proporcionaron una puñalada al César y con ello aseguraron la complicidad en el crimen, se garantizó la secrecía y ante la culpa colectiva, termina no habiendo culpable físico, donde todos son culpables no hay culpable por castigar.

Tenemos más de un lustro viviendo casos como el de Puebla donde la comunidad ejecuta por sus manos. Ejecución, pues la justicia implica demostrar la culpabilidad del acusado y una sentencia conforme a los códigos establecidos por la sociedad misma.

La justicia es más que matar o castigar a un culpable, implica que la sociedad establece códigos que serán cumplidos en todo momento, para cada acción delictiva habrá una sanción proporcional que motive a no cometer el delito.

México adolece la aplicación de justicia; según Inegi con datos publicados en 2018, se denuncian sólo el 7% de los delitos cometidos, 93% no se denuncian. Significa que no sabemos cuántos cristalazos, robos, abusos y más se cometen realmente en el país.

De ese 7% denunciado, sólo se abre carpeta de investigación por el 6.8% de los delitos y de entre ellos, es menor el número de sentencias. Estamos frente a la ley de la selva y donde los pillos alcanzan sólo el castigo divino, cual sea éste.

Veamos un ejemplo, por cada 1,000 delitos sólo se denuncian 70; de esos, el 6.8% tendrán una carpeta abierta de investigación, es decir cinco casos; entre ellos, algunos saldrán libres por argucias legales, no por inocencia; por errores de integración en la carpeta, por mal procedimiento o simplemente porque al angelito que secuestró, violó o mató, no le leyeron sus derechos al apresarlo.

Son dos o menos los delincuentes quienes terminan purgando una sentencia por sus delitos, caen los tontos y pobres, no los pillos. Ante esta abrumadora estadística el linchamiento se convierte en solución para algunos grupos donde la criminalidad asola y los pillos son amos y señores de la comunidad.

Nada justifica un linchamiento, es el recurso del primitivismo, de la erosión al Estado de Derecho, del final en la civilización; lamentablemente, no se puede culpar a la comunidad que lincha a «sus culpables» ante el hartazgo.

Según el Inegi, la mayoría de los delitos denunciados se centran en sexuales, extorsión, fraude, secuestro y robo en diferentes modalidades. Es decir, más del 90% de los siete delitos denunciados son del tipo mencionado, quizá por su gravedad o por lo que sea, pero, llena de emociones encontradas saber que cinco de los violadores o secuestradores denunciados siguen operando en la calle junto a los 93 delincuentes no denunciados. ¡Vivimos en México bajo el imperio de la impunidad!

Cada vez son más los linchamientos, menos mediáticos, menos impactantes en la sociedad; lamentablemente, cada vez más comunes y vistos como «normal».

Urge que las instituciones de procuración e impartición de justicia recuperen la credibilidad, retomen el liderazgo en seguridad y justicia, que termine la justicia de «la masa enardecida».

Vivimos como sociedad un momento donde nadie se opondría al linchamiento de alguien acusado por violación, secuestro u homicidio, el único problema es que en esas sentencias –que no juicios– sumarias, siempre habrá la posibilidad de linchar a un inocente, a alguien ajeno a los hechos, otra víctima de las víctimas.

Urge sacar el fantasma del linchamiento de entre las formas de «hacer justicia», basta de pensar como daños colaterales a los inocentes linchados. 

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